El último zarpazo: Trump y el optimismo que debemos ganar

| Publicado el 30 noviembre 2016

Francisco Fortuño Bernier
Bandera Roja

Un tigre herido y acorralado, muerto de miedo y hambre, todavía puede reunir fuerzas y odios suficientes para un último zarpazo mortal.

Esta metáfora no recoge de forma precisa toda la realidad de lo que ocurrió en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016, pero sí logra iluminar dos elementos de la coyuntura. Uno, identifica correctamente el color de la bestia, anaranjado. Dos, representa parcialmente la imagen que tienen de sí tanto la bestia como sus feligreses.

Donald Trump no será un presidente normal.

Su presidencia será la primera vez en mucho tiempo que la clase dominante detenta el poder directamente: ahora es un multi-millonario el que controla el país. Hasta el viejo refrán marxista de que el Estado no es más que “la junta que administra los intereses conjuntos de la burguesía” se queda corto. La burguesía dirige su propio Estado, pero lo hace con apoyo de masas. No con el apoyo de la mayoría, sino con el apoyo de una minoría que ve amenazadas las jerarquías de poder que hasta ahora le garantizaban cierta posición privilegiada. Una minoría aterrada que identifica incorrectamente tanto la amenaza como el problema.

El movimiento que llevó a Trump al poder es “demasiado” normal. Su existencia es inseparable de las estructuras sociales más básicas de la sociedad norteamericana: la segregación (sí, todavía existe), la jerarquía racial, el patriarcado, el capitalismo (que también existe todavía)… Es un movimiento insertado en esas relaciones, producto de ellas y aferrado a su reproducción, aunque de formas contradictorias. Está claro que el grupo principal que llevó a Trump a la presidencia fue esa gente “que se piensa a sí misma blanca” como diría James Baldwin: ese “pueblo” que se cree dueño de un mundo amenazado, una “América” que ya no es “great” porque se avecina la posibilidad de que ya no sea suya exclusivamente.

Ese movimiento que coronó a Donald Trump es una reiteración de un pasado ya imposible y en ese sentido es la normalidad obsoleta intentando reafirmarse más allá del tiempo que le parecería queda en este mundo.

(Nota: Algún gracioso contrarrestará que no todos los tigres son anaranjados. Y no se equivocará. Los otros son blancos. Y aunque no es falso que haya habido latinos y negros que votaran por Trump–aunque la única encuesta que reclama un apoyo latino considerablemente mayor del esperado, un 29%, padece de serios problemas metodológicos; otras más confiables lo estiman entre 20% y 13%–, ese dato simplemente resalta que biología y etnia no son el problema esencial, sino posición ideológica y política frente a la reproducción de las opresión y la explotación.)

 

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Para recordar un tigre famoso, digamos que el movimiento, velado e hipócrita, que llevó a Donald Trump a la presidencia, es un “tigre de papel”.

Para Mao Tse Tung, el imperialismo americano a mediados de siglo pasado era un tigre de papel porque aunque aparentaba una fuerza mundial descomunal, en realidad había creado tantos enemigos y perdido el apoyo de las masas dentro de los EEUU que no tenía la capacidad de mantener su hegemonía sino por la fuerza. Aquí la analogía entre el Trump-movimiento y el “tigre de papel” maoísta no cuadra: se haya equivocado Mao o no sobre la capacidad del imperialismo americano para recabar apoyo de masas, la realidad es que Trump sí lo ha logrado. Por eso, no es para reconfortarnos que debemos recordar la frase de Mao, sino para asumir su advertencia de que al tigre:

“Visto como un todo, debemos despreciarlo; pero, en cuanto a cada una de sus partes, debemos tomarlo muy en serio. Él posee garras y dientes. […] Cuando le hayamos quitado todos los dientes, le quedarán todavía las garras”.

Los procesos demográficos y políticos han roto una estructura hegemónica en los Estados Unidos. El país es cada vez más diverso étnicamente, más abierto a reconocer derechos identitarios, aunque todas esas minorías que los liberales quisieran integrar de forma meramente política aún sufran los mismos estragos económicos que la recién re-descubierta “clase obrera blanca”. El Partido Demócrata, incapaz de reconocer los términos económicos de la lucha–la necesidad del pan–ofrece un cínico bizcocho cultural con un horizonte muy limitado, pues ir más allá requeriría cuestionar también sus propios vínculos con el capital, sobretodo el financiero.

No hay dudad que la des-industrialización y la conquista (precaria) de los derechos civiles han puesto en jaque la posición socialmente dominante de una cierta “aristocracia” obrera blanca, que nació en el Nuevo Trato y se convirtió en “clase media” con el compromiso histórico de mediados de siglo. El neoliberalismo no sólo transformó la economía y destruyó el poder político de la izquierda, de las uniones y las minorías, sino que también hizo imposible las condiciones que sustentaban ese mundo. Este es el último rugido de un perverso futuro imaginado: el zarpazo de las promesas que la clase dominante americana no le pudo cumplir a “su” clase obrera. El hecho de que sea un multi-millonario el que encabece ese movimiento no tiene que sorprender a nadie, las mismas fantasías que propiciaron ese mundo imaginario son las que ahora lo dirigen, tanto tácticamente como ideológicamente.

 

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Para recordar otro tigre:

“El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima”.

Este otro tigre es de José Martí. Si el de Mao se advierte peligroso por los dientes y garras que le quedan, este es una amenaza porque su avance no retumba. Con “garras de terciopelo”: ¿quién, en estos días, no se siente que así fue que avanzó la victoria de Trump? La inmensa mayoría de los modelos estadísticos, las encuestas y los analistas predecían una victoria de Hillary Clinton. El sentido común y las “reglas del juego” liberal-democrático también sugerían que un candidato que había dicho cuanta locura se le ocurría, desde renegar las responsabilidades de EEUU como miembro dirigente de la OTAN hasta no aceptar el resultado de las elecciones, no lograría ganar. Ni siquiera el repudio abierto del liderato histórico del Partido Republicano ni tampoco el asco que sentimos hacia su persona la mayor parte de los habitantes de este país y del planeta lo detuvieron. Muy por el contrario, ese asco y todos esos factores de “sentido común” bien pueden habernos cegado ante una realidad simple: las zarpas de terciopelo del resentimiento de clase movilizado por el racismo, la xenofobia y el machismo están tan afiladas como siempre.

Y sin embargo, ese avance sigiloso también está marcado por una debilidad histórica. No dejemos de tomar en cuenta que en estas elecciones, el Partido Republicano no logró ganar la presidencia con una mayoría de los votos, sino con una victoria en el colegio electoral. Más aún, esta es una realidad que se repite desde 1988. Desde la victoria de George H.W. Bush, los republicanos han ganado el voto popular exactamente una vez: en 2004, a pesar de que han accedido a la presidencia tres veces. Si los Estados Unidos tuviera un sistema electoral democrático, el Partido Republicano como lo conocemos habría desaparecido hace tiempo: ¿y no es eso también lo que hizo Trump, darle el último zarpazo a ese partido republicano como lo conocemos?

La importancia, desde la izquierda, de una debacle del Partido Republicano es simple: luchar contra los demócratas por mayores derechos y una sociedad más justa y solidaria complica la capacidad de la clase dominante americana de co-optar esas luchas. Por ejemplo, la lucha contra el racismo ha logrado radicalizarse bajo la presidencia de Barack Obama. Ahora, si el presidente hubiera sido McCain o Romney, el movimiento “Black Lives Matter” tendría un carácter muy distinto. Muy probablemente, en los correos electrónicos de la campaña Clinton no se hubieran encontrado intentos de distanciarse de él, sino de absorberlo y aguarlo. Más aún, los resultados de las elecciones dejan claro que el Parido Demócrata estilo Clinton (o sea, neoliberal+) es cada vez menos capaz de representar y movilizar a la clase trabajadora en general, sin importar raza o etnia. Por lo tanto, luchar contra un demócrata en el poder agudizaría ese distanciamiento, abriendo más el campo de posibilidades para la emergencia de una fuerza comprometida con el pueblo trabajador multi-racial que no se encontrara fatalmente condenado por tener que estar atado a un poderoso ala pro-capitalista, como ocurrirá por lo pronto con cualquier movimiento de izquierda dentro del Partido Demócrata (Bernie Sanders incluido).

Por otro lado, en términos estratégicos, la izquierda bajo Clinton hubiera podido ir cada vez más a la ofensiva: hubieran quedado fuera de la mesa luchas defensivas que ahora se perfilan como tareas urgentes, como probablemente serán pronto la defensa del derecho al aborto en sí mismo o de la simple posibilidad de ser musulmán y vivir en EEUU.

La metáfora del tigre en Martí tiene el propósito de alertar a sus contemporáneos de la persistencia inesperada del colonialismo, porque si no lo hacían ponían en juego la independencia de toda la región frente al imperialismo de los Estados Unidos. Al extenderla al presente, su relevancia es completa. El “fogonazo” que asustó al tigre no fue suficiente para matarlo, persiste. Todavía hay que confrontarlo una vez más… y tenerlo de frente inevitablemente nos producirá terror.

 

4

Algunos iban dejando un surco de dulces lágrimas por la gran avenida

Vi las manos de una chica, apenas algo más que adolescente,

encrespadas como vides, a punto de romperse. Los ojos a gritos.

¿Quién era esa gente?

Natalia Castro Picón, «De quien es la calle»

 

El terror es real. Luego de las elecciones, lo que se vive en los barrios donde viven las minorías, entre muchas mujeres, entre personas cuya identidad sexual o de género no se acopla a las dominantes es una proliferación de razones por las que temer que el futuro no guarda nada bueno. No se pueden desvirtuar esos miedos. Estos terrores, en todas sus particularidades, nacen del reconocimiento de una amenaza real. Son, más aún, un producto del movimiento que trae detrás Trump: deseaban producir este miedo y desmoralización entre nosotros; es una de sus armas.

Una de las promesas que Trump reiteró una y otra vez fue su compromiso con “dragar el pantano” que es Washington D.C. El dragado de la corrupción es una falsa promesa–la mayor parte del equipo de transición son caras conocidas en Washington; los “outsiders” que ha integrado al poder ejecutivo, como Steve Bannon, son representantes del renacimiento ultra-derechista y supremacista blanco, los llamados “alt-right”. Lo que sí ha sacado a la superficie la victoria de Trump es el fondo podrido de la sociedad americana. Con su movimiento ha re-emergido en público toda una serie de fuerzas latentes que ahora se ven envalentonadas y legitimadas. Hay que resistir la normalización de Trump porque es la re-normalización y reaparición en escena del terrorismo nacionalista blanco: una fuerza social que había perdido su legitimidad a mediados de siglo pasado.

No es que sea algo nuevo el que el terrorismo blanco “desde abajo” se alíe con la clase dominante política–el racismo terrorista del KKK siempre estuvo vinculado a mantener el poder de clase de los ex-“masters” del sur y fue ejecutado por los blancos pobres–sino que se reconstituye esa alianza y se le brinda una vez más campo abierto a lo peor que ha producido esta sociedad para expresarse sin tapujos.

Desde el día de las elecciones la organización pro-derechos civiles Southern Poverty Law Center ha identificado más de 400 casos de agresiones racistas, xenófobas, islamófobas o machistas–muchas de las cuales ocurrieron en escuelas entre niños menores de 18 años. La normalización de ese estrato putrefacto es a la vez la zapata de su reproducción social hacia el futuro: esos niños están aprendiendo una vez más a ser racistas públicamente como forma de defensa de la jerarquía racial-clasista, aunque en realidad el poder que se defienda no es el suyo.

 

5

Luego de cerca de tres décadas o más de derrotas y restauraciones, me temo que nos hemos acostumbrado a imaginar las posibilidades de la política puramente en términos que, si bien no pueden ser acusados de derrotistas porque al menos son realistas, restringen esas posibilidades a un par de resultados estáticos, dentro de los cuales queda vedada toda posibilidad de resistencia o alternativa. Así acabamos siempre o diagnosticando un consenso des-politizado, fofo y “post-histórico”, o prediciendo la proverbial “bota pisándote la cara por toda la eternidad” del 1984 de George Orwell. En ambos casos queda claro, desde hace tiempo, lo que no se puede concebir en estos términos: la política como combate, incluso antagónico.

La victoria de Trump no implica que el autoritarismo ha triunfado (al menos no por ahora): ganó las elecciones en precario, no representando a la mayoría sino dándole cohesión a una minoría “acorralada por la historia”. Ahora, siempre hay que tener cuidado con cualquier análisis que nos diga que nos sintamos tranquilos porque “la historia está de nuestro lado” o nuestros contrincantes se encuentran “en el lado incorrecto del progreso histórico”. En el curso de la historia, siempre existe la posibilidad de una catástrofe, de un derrumbe y exterminio colectivo. Por eso aún no nos hemos ganado el optimismo: por más que Trump represente el estado moribundo de un cierto orden de las cosas, la muerte no le llegará sola. Ese monstruo del claroscuro todavía puede llevarse muchas cosas por el medio antes de ser derrotado. Y si no es derrotado, lo que reemplazará el presente puede que sea aún más aterrador.

En las jornadas de lucha cuyo inicio anunciaron las movilizaciones masivas anti-Trump luego de las elecciones, recordemos la con cautela la advertencia optimista de Martí, aunque en esta oscuridad ese optimismo aún parezca inmerecido:

“El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos”.