La pobreza no duele

El espíritu viejo del capitalismo o porque nos merecemos esto

| Publicado el 1 octubre 2019

En ocasiones resulta duro de comprender y aceptar el nivel de pobreza-miseria que, a la mayoría de la población puertorriqueña, es capaz de provocar  el estado-gobierno y los sectores dominantes-explotadores que lo controlan y de él se aprovechan, ya sean locales o extranjeros. Choca y asusta esa desconsideración escasamente sensible, apenas levemente humana.

No hablamos solo  de que sostengan, por  las malas casi siempre, las condiciones que generan la escuálida calidad de vida que soporta la gente pobre y trabajadora, sino de la certeza de que esa misma gente no dispondrá de los servicios públicos básicos y esenciales en el momento que más se necesiten.  En el área de la medicina y la salud, con servicios cada vez más lamentables e inaccesibles, hay personas que tienen que esperar cuatro, seis meses (y hasta más) para hacerse una biopsia ante la posibilidad de tener cáncer o para ver a un especialista cuando se les diagnostica diabetes o presentan problemas cardiacos. Como si las enfermedades no avanzaran esperando por un referido o una cita.  Por otro lado, la oportunidad de tener una educación accesible, escolar y universitaria, que permita una mejoría o ascenso en las condiciones económicas y sociales es cada vez más dificultosa, casi inalcanzable con el cierre de escuelas, con el alto costo de la matrícula en la Universidad de Puerto Rico, su inminente proceso de privatización y la reducción inverosímil de su presupuesto. Además, la posibilidad real de que aparezcan trabajos buenos en la isla con condiciones económicas y laborales dignas parece una quimera o el mayor de los milagros, mientras se  mantiene el mito de que todo trabajo dignifica, que por muy repetido que sea no deja de ser una mentira impiadosa.

¿Cómo explicar la entrañablemente cruel andanada de medidas que el gobierno articula y que va minando poco a poquito las garantías de una vida plena y decorosa para aquellas y aquellos jóvenes que recién se insertan en el mundo del trabajo? ¿O para las y los trabajadores que han subsistido por décadas con el cheque, día a día, y ahora enfrentan la palpable realidad de que reducen su retiro, de por sí ya escaso?  ¿Cómo explicar que las maestras y maestros no lleguen a 24 mil dólares al año en su sueldo básico, y advenedizos como Pesquera y Kelleher (ya fuera, casi presa y qué bueno), Haddock y Jaresko reciban sobre 250 mil? ¿Cómo entender que tantas mujeres y hombres tengan dos y tres trabajos, y aun así la escasez e insuficiencia se impongan en sus vidas y en las de sus familias? En resumen, ¿por qué hay gente que disfruta de una buena vida (con excesos y lujos)  y el resto tiene que arreglárselas como pueda? ¿Por qué tanta aversión y manía contra los sectores que están siempre en malas?

Desde un sesgo político y un tanto simplista,  algunos sectores del estadoísmo lo tratarían de explicar por la condición de país colonizado, que nos sujeta a una ciudadanía con rango de segunda clase.  Pero no por maldad o mala fe del gobierno estadounidense, según los estadoístas, sino por causa de la farsa del Estado Libre Asociado, montado y sostenido por el Partido Popular Democrático.  Entre algunos grupos independentistas, usual pero no únicamente identificados con el Partido Independentista Puertorriqueño y el nacionalismo, se culpa esencialmente al estado colonial por malsano y al imperialismo por  ultrajante. En el discurso de ambos sectores – independentistas y anexionistas – la colonia es causante de todos nuestros males. Las capas cínicas también se lo adjudicarían a nuestra impecable trayectoria de pueblo colonizado.

Pero la explicación de la pauperización programada y ejecutada, viciosa y degradante, es parte de una historia vieja, lo que se podría decir de toda historia (equivocadamente, ¿no?) Y sí, comenzó con la conquista y colonización de nuestra América por Europa en el siglo 16, allí adonde llegaron los  portugueses y españoles. La consigna a seguir en esos tiempos era buscar cómo avasallar a los pueblos indígenas, y más tarde a la gente de África que se esclavizó, y poder justificarlo.

Con el concepto de “raza” buscaron darle la mayor  legitimidad posible a la estructura de dominación, determinada para y por la conquista.  Crearon el binario indígena-América y blanco-Europa. Y con esa diferenciación establecieron las nociones de superioridad-inferioridad, civilización-barbarie, modernidad-atraso.  Además, se constituyó e implantó una jerarquía social y económica, a partir de la raza, que sometió a lxs africanxs a la esclavitud. A lxs indígenas, para evitar su extinción bajo el holocausto de la esclavitud, les permitieron subsistir bajo un sistema de servidumbre en comunidades segregadas o reducciones, a la vez que les dejaban mantener sus formas de intercambio.  Las y los criollos, con todas sus gradaciones entre mestizaje y blancura, ocupaban los diferentes oficios y trabajos remunerados, muy mal por supuesto. Por último estaba la nobleza, cuyos personeros ocupaban los puestos oficiales más importantes en el gobierno y la milicia (Aníbal Quijano – “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina»).

Al intentar dar una contestación a las preocupaciones e interrogantes que motivan este escrito, encontramos una explicación a partir de esta concepción del ser humano en la sociedad dividido en estamentos, en estados escalonados en que unxs son más merecedores que otrxs, tanto de bienes materiales como de ventajas sociales (aunque sean prácticamente indiferenciables en la realidad cotidiana).  Se establecieron, prejuiciosa y acomodaticiamente, categorías a partir de la idea de que la gente blanca no sólo es distinta de la indígena y la africana, sino de que está más capacitada y en todos los órdenes es superior. A esto responde el hecho de que no hubiera salarios bajo la servidumbre indígena ni para la esclavitud negra ni en América ni en Puerto Rico: no obtenían remuneración económica porque no la merecían, porque  no la necesitaban. Hay que recordar que las y los criollos que recibían un salario constataban día tras día que era insuficiente. Pertenecían a esa clase social que con poco sobrevive; siempre se las arreglaron, siempre se las arreglarán, justificaban los sectores en el poder. 

En Puerto Rico durante el siglo 19, esa propensión  a minusvalorar el trabajo manual y agrícola – y a la gente que lo realizaba – prevaleció de diversas maneras.  Como ejemplo recordemos, aparte de que a lxs esclavizadxs no se les pagaba sueldo alguno por parte de sus dueñxs, las distintas formas de agrego, el régimen de la libreta de jornaleros y el uso de fichas de metal o vales de uso en haciendas y centrales. Estas prácticas seguían normalizando y perpetuando esa poca valía que se les otorgaba al trabajo, a la existencia y a las necesidades básicas del campesinado en la isla.  La profunda diferencia entre clases permitía y justificaba, por un lado, el pleno goce de una vida satisfecha en la mayoría de los órdenes a los grupos privilegiados, y por el otro, la carencia casi absoluta en cuanto a vivienda, salud, educación y alimentación a la gente en desamparo.

La situación en el país no mejoró con la invasión y ocupación estadounidense.  Durante esos primeros años, en periódicos y revistas norteamericanas, el pueblo puertorriqueño era representado – caricaturizado  como un niño negro con berrinches y taparrabo. Las expresiones en informes oficiales y en escritos independientes insistían en la poca valía  e ínfima capacidad del pueblo para gobernarse. Estos eran parte de los recursos que utilizaba el gobierno de Estados Unidos y sus medios de comunicación de la época para establecer  las diferencias entre su “superioridad” y nuestra “inferioridad”.

Inconcebiblemente, todavía a finales de la década de 1910 aparecen vales y fichas de metal para pagar a trabajadores agrícolas.  En medio de la depresión posterior a 1929 los sueldos de lxs trabajadorxs de la caña, el tabaco y la aguja disminuyeron. Los jornales  en la industria cañera bajaron, de cerca de 90 centavos al día en la década de los años veinte, a un promedio de 55 centavos para los primeros años de la década de 1930, mientras las ganancias de lxs propietarixs de estas industrias se mantuvieron y hasta crecieron.

Se inició en el siglo 16 con el colonialismo un proceso de menosprecio a la vida y a las necesidades  de los sectores desde entonces marginados e invisibilizados, fragilizados y vulnerados, que se mantiene todavía hoy entre sus descendientes. Sí, acertó.  Usted, ella, él, nosotras, nosotros. Esta actitud de desdén hacia las capas trabajadoras y pobres del país, que repetimos, viene desde la etapa colonial de la isla, ha pasado por la esclavitud, la servidumbre moderna del siglo 19 y culmina bajo la explotación capitalista.  

El capitalismo ha validado y valida la misma medida para determinar y otorgar privilegios y carencias.  Aquella práctica del capitalismo en ciernes (pre capitalismo para alguna gente) muy bien articulada para sus intereses, por parte de los conquistadores y colonizadores portugueses y españoles desde el siglo 16, se ha venido transformando hasta ser parte  de nuestra modernidad, sin que cambie un ápice la tendencia de retribuir de acuerdo a los “atributos” o “cualidades” de cada quien. Eso sí, y no quiero dejar de repetirlo, determinado y fomentado siempre por las élites dominantes, codiciosas y dañinas.

En  Puerto Rico  hoy, 2019, bajo los estragos del neoliberalismo demoledor y la Junta Federal de Control Fiscal como carcoma insaciable, se mantiene la percepción de que existen seres inferiores, indignos, que son menos, y por qué no, insignificantes.  Vaya usted a escoger entre estas, o seguir añadiendo palabras que denotan un desprecio inconfesado pero comúnmente albergado en la mala conciencia de blanquitos, pequeño burgueses y burgueses. Esos que han vivido y viven del cuento de que hay que aprovecharse del pueblo, ya sea a través de la gente que trabaja, con tantas familias con insuficientes sueldos en medio de inmensas ganancias, por un lado,  y del tumbe-saqueo del erario, por el otro – el otro que cobija a los que se lucran de sus cercanas y productivas relaciones con el gobierno, los que crean o aumentan sus riquezas gracias a las privatizaciones y a los bonistas rapiñadores.

El pueblo de Puerto Rico fue y sigue siendo racializado.  Concienzuda y perversamente racializado. Se generalizó el imaginario en el cual ser parte de la gente desposeída del país implica que pertenecemos a una “raza” inferior, degradada, y en términos concretos: “denigrada”.  No importa qué tan blancx seamos o nos consideremos, desde el punto de vista de quienes deciden y controlan – es decir, del capital y el imperio – somos la descendencia directa y marcada jerárquicamente a partir del concepto “raza”, establecido en el siglo 16 y que hoy acoge o enmarca a los sectores de la isla ajenos al poder y la riqueza, a los derechos y el bienestar.  Somos sus herederxs históricxs. Para ese sector apoderado (del poder decisorio y económico) seguimos siendo indígenas, negrxs, criollxs de a pie, que con poco o nada viven, y todo está bien.  

 

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