| Publicado el 8 julio 2016
“Todos sabemos como operan esas cosas en la Universidad”. Desafortunadamente, lo sabemos. En varios lugares en el informe sobre el desastre de las becas presidenciales, la profesora Palmira Ríos–entonces decana, hoy caída en desgracia–usa esa frase, como para absolverse de lo que está haciendo. El grado de normalización del amiguismo, el chanchullo y, francamente, la corrupción que denota esa “excusa” en particular y el informe en general es el elemento más preocupante de estas revelaciones. Fríamente leído, lo que contiene esa investigación es la descripción de un grupo de personas que conspiró para agenciarse fondos y puestos públicos de forma irregular, sin tener que competir ni utilizar los canales legales para recibir becas o plazas docentes.
¿Cómo es esto diferente a cuando bajo Pedro Rosselló los contratistas amigos del gobernador conseguían contratos sin tener que ir a subasta pública?¿Cómo es que incluso antes de que los rectores mismos se enteraran de que se reactivarían las becas presidenciales, ya tres personas la habían solicitado? Arturo Ríos dice que él simplemente siguió el procedimiento que le dijeron, que no sabía que se estaban violando reglamentos y leyes para darle $25,000 de beca. ¿Nunca se le pasó por la mente preguntarse por qué razón no hubo una convocatoria pública para esa beca? ¿Por qué, cuando las plazas docentes en la UPR llevan cerradas más de media década, de momento aparecen unas para él y dos o tres más, que podrán ocupar sin competencia alguna? Mónica Sánchez, sobrina del entonces presidente de la Junta de Gobierno, ¿pretende que uno crea que ella simplemente se presentó un día a solicitar una beca que no había sido anunciada, ni otorgada, en los últimos seis años–sin que se le pase por la cabeza a uno la palabra “nepotismo”? Carlos Pagán, por su parte, no puede ser descrito sino como un pillo y un chanchullero: conspiró activamente para recibir una cantidad exhorbitante de dinero y agenciarse a como diera lugar una plaza donde fuera. En la biblioteca de Derecho o en la Facultad de Estudios Generales, a él le daba igual después de que quedara atornillado. A él y a su “padrino”, Antonio García Padilla.
Esos tres casos dejan ver sin lugar a dudas el grado profundo de corrupción que permea el día a día de la burocracia universitaria. Pero los otros casos ponen de relieve la mediocridad insondable que hace su hogar en el “primer centro docente”. Literalmente ni uno sólo de los becados completó todos los requisitos de la solicitud, pero recibieron el dinero comoquiera. Varios nunca tramitaron los papeles necesarios para recibir sus cheques, otros nunca presentaron evidencia de haber sido admitidos a una universidad. Y para colmo, algunas de las instituciones a las que iban estas personas, como University of Phoenix o Rocky Mountain University, no son centros académicos como los conocemos: se trata de instituciones “for profit”, o sea compañías con fines de lucro que dan “servicios” educativos. Otros claramente iban a “doctorarse” por internet, recibiendo la beca a la vez que trabajan a tiempo completo para la Universidad. ¿Cómo es posible que los fondos de una beca diseñada para fomentar la excelencia del profesorado y teóricamente destinados para estudiantes doctorales a tiempo completo se boten en programas de educación por internet en los que nadie puede comprobar que se aprende nada?
Uno piensa en los $350,000 que se botaron en las becas presidenciales y se le ocurren una infinidad de usos que serían más provechosos para la Universidad. Dada la escasez de recursos para investigar, dividir ese dinero entre 1,000 profesores y estudiantes graduados para que pudieran pagar un pasaje a una conferencia, por ejemplo, hubiera sido un uso mucho más cónsono con las necesidades académicas de la UPR. Esa misma cantidad de dinero se pudo haber usado para pagar el doctorado completo a docenas de estudiantes en la UPR. Pero no. “Todos sabemos como operan esas cosas en la Universidad”.
Todo el mundo parece haber recibido algo en este menjunje, aunque hay algunos que se perfilan como puros monigotes. En el informe se sugiere que Carlos Severino colaboró con estos chanchullos a cambio de que se descongelaran 25 plazas en el Recinto de Río Piedras. Seguramente en su mente está convencidos de que tuvo siempre el más puro interés de la institución en el corazón. De igual forma, los becados recibieron dinero y más, con el más puro interés de sus bolsillos y carreras en el corazón. Pero algunos botaron la bola: Arturo Ríos, que ahora se canta ignorante y hermanita de la caridad, recibió una beca para estudios a tiempo completo en España a la misma vez que fue contratado para ser profesor a tiempo completo de la Facultad de Administración de Empresas. Del informe se desprende que eso implica que la UPR le estaba pagando más de $50,000 al año. Y Carlos Pagán, que hasta escribía él mismo las cartas que el decano de Estudios Generales firmaba en su favor, llevó su intento de esquilmar al pueblo de Puerto Rico más lejos que nadie, tan lejos que el propio Uroyoán Walker lo llamó para que pidiera menos dinero–la exclamación ya es famosa: “¡Porque los $65,000 está cabrón!”
Habría que ser sumamente ingenuo para darle el beneficio de la duda a cualquiera de los participantes de este escándalo. Si bien los actos de corrupción que llevaron acabo no son tan espectaculares como otros, sí representan una corrupción peor, normalizada. Es la corrupción nuestra de cada día. Sorprende sobretodo lo cotidiano y coloquial de la corrupción en todos los involucrados. Pero no sorprende el uso de las instituciones públicas como fincas privadas, donde reina quien logre urdir la mayor cantidad de contactos y tentáculos. Porque en el fondo eso es el dominio del amiguismo y la “pala”: una red de tentáculos que se extiende por toda nuestra sociedad, pintada de azul o de rojo según los tiempos que corran, privatizando lo que debería ser colectivo, apropiándose de lo que debería estar en función del bienestar común–del bienestar de esa “clase trabajadora” ante la que uno de los implicados aún hoy se arrodilla proclamando su vocación de servirle. El “lío de las becas presidenciales” no es un pecado menor, es el pecado en sí. Todos sabemos como operan las cosas en este país.